Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y con una en cada brazo Chiscón, y llegó al campo de la iglesia, donde hizo alto y relinchó de firme. Pablo dejó entonces de jugar y se encaramó en la paredilla mirando hacia allá. Estaba algo pálido y nervioso. Nisco no apartaba de él la vista, y la gente de la bolera miraba tan pronto a Nisco como a Pablo. Ya nadie sabía allí cuántos bolos iban hechos ni a quién le tocaba birlar. En esto cesó también el baile, porque Chiscón se empeñó en que habían de sentarse las cantadoras de Rinconeda donde estaban las de Cumbrales. Oyéronse voces de riña. Chiscón, después de dejar sentadas a sus cantadoras junto a las del pueblo -pues éstas no quisieron levantarse y él no cometió la descortesía de obligarlas a hacerlo-, volvióse a colocar a los suyos en el mismo terreno en que acababan de bailar, y aún estaban, los de Cumbrales. Con esto creció el vocerío y Pablo bajó de la paredilla; llegóse a las cantadoras de Rinconeda y les preguntó secamente: